Si dedicamos un día a pasear por la montaña y nos apartamos del sendero, además de deleitarnos con el paisaje, la gama de verdes y ocres, el olor a tierra y bosque, podemos realizar un sencillo ejercicio de conciencia medioambiental. Nos agachamos, eligiendo un metro cuadrado al azar aparentemente limpio, acercamos la vista a un palmo del suelo y nos preparamos para echarnos a llorar, porque lo que se abre ante nuestros ojos es tan solo la capa visible del fruto de décadas de trasiego.
Fibras sintéticas.
Probablemente no consigamos encontrar una cuadrícula libre de algún resto de origen antropogénico.

- No son perceptibles a la vista.
- En poco tiempo acaban sepultados por la vegetación o tierra.
- No pasará un barrendero.
- No pasará una máquina limpiadora.
- La lluvia no arrastrará los restos a una red de alcantarillado.
Plásticos varios.
Es decir, todo esto que en una ciudad acaba siendo tratado o recogido tarde o temprano de alguna manera por pequeño que sea, en la naturaleza simplemente se acumula pisada tras pisada, jornada tras jornada, año tras año, década tras década, desmenuzándose muy lentamente.
Envoltorio plástico y papel de aluminio.
Hace 70 años prácticamente nadie se adentraba en la montaña
por ocio, ahora es una parada de "Metro" más a la que llegan millones de visitantes anuales (Parques Nacionales);
todos y cada uno de estos visitantes llega cubierto de plástico de los
pies a la cabeza y pertrechado con una mochila llena de potenciales
residuos. Hay mucho civismo, o no, pero estas son muchas visitas y ya hemos visto que cada hilo de fibra sintética suma. Por eso la montaña arroja niveles de micro plásticos sobre todo y micro residuos al nivel de las grandes ciudades.
Vidrio y toallita higiénica.
No es que debamos dejar de transitar la montaña o el monte, pero debemos
ser conscientes que a cada paso que damos generamos un impacto por
pequeño que sea.